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Foto del escritorJuan Manuel

Weimar y nuestro viaje genealógico

En agosto, visitamos una ciudad pequeña pero bella, llamada Weimar. Creo que a este viaje podríamos llamarlo un viaje genealógico.


No obstante, debo explicarles que, meses atrás, en Croacia, nos cruzamos hasta la isla de Hvar, donde recorreríamos la ciudad homónima y, ¿por qué no?, haríamos un poco de playa. Estábamos en abril, la primavera comenzaba y los días empezaban a ponerse lindos.

Cruzamos desde Split, una ciudad romana, podríamos decir, con el imponente legado del Palacio de Diocleciano. Al llegar a Stari Grad, el puerto de la isla de Hvar, nos estacionamos frente a una canchita de fútbol y pasamos allí un par de noches. Éramos los únicos camperistas allí. Nadie osó hacernos compañía.


Flor posa con un cartel de ruta de Stari Grad
Flor en la tierra de sus antepasados

¿Cuál era la razón para semejante parada? Bueno, en esto de buscar la ciudadanía europea, Flor en su momento dio con los orígenes de su apellido y resultó ser que muchos de sus familiares eran oriundos de un pueblito. Un pueblito que no era pequeño como Hvar y que no era pequeño como Stari Grad. El pueblo simplemente era un puñado de casas desperdigadas por colinas. Eso sí, con una Iglesia imponente y un cementerio plagado de antepasados. Lo bueno de todo es que no sólo había antepasados, sino que había ciertas personas con su mismo apellido allí viviendo. Lo supimos gracias al solitario bar del pueblo, al que llegamos como el último atisbo de dar con el paradero de algún pariente lejano.


Era un bar muy de pueblo. Muy de pueblo isleño croata. Un par de mesas bajo un toldo, las paredes descascaradas, unas mesas de billar dentro y mucho, pero mucho olor a cigarrillo. Afuera había unas seis personas tomando algo, probablemente cerveza.


Cuando les contamos nuestra historia, en especial la de Flor, mucha bola no nos dieron. La mayoría ni siquiera hablaba inglés como para entendernos. Había uno que entendía, hablaba un poco de inglés, y les hacía de traductor al resto de los pueblerinos. La cosa como que no avanzaba y no parecían muy interesados en lo de los loquitos argentinos que buscaban a los del apellido de Flor.


Cuando todo parecía caer en el desinterés y el olvido, el muchacho que hablaba inglés agarró el teléfono, dio una llamada y nos dijo que había unos "parientes", que ahora estaban en su casa y que si queríamos podíamos ir a hablar con ellos. El problema era que la casa estaba medio lejos. Y nosotros, caminando. Así que el muchacho, que en principio no parecía muy conmovido por la historia, se ofreció a llevarnos. Agarró las llaves del dueño del bar y nos dijo que subamos.


—¿Y el perro? —le dijimos.


—¡Súbanlo! El dueño del bar tiene y los mete —afirmó.


Así como pudimos, entramos al pequeño auto y arrancamos. Luego de un par de kilómetros por la montaña, llegamos a esta casa. Así como nos llevó, el tipo se fue con una rápida despedida.


En el amplio jardín que antecedía a la casa, vimos que un señor estaba cuidando de sus plantas.

—¿Ustedes son los argentinos? —nos preguntó sin demasiada sonrisa.


Flor empezó a hablarle y entablaron una conversación. La verdad es que el señor le siguió un poco la historia y le comentó que mucha gente, en su momento, se había ido a América, por lo que probablemente hubiera algún lazo lejano entre ellos dos. Al cabo de unos minutos, salió de la casa otro señor, el padre de quien estaba haciendo jardinería.


Flor no tiene una visión perfecta, ni mucho menos. Incluso el año anterior había sufrido un accidente laboral, cuando una rama de olivo le pinchó el ojo, dejándola "pirata" por varios días y con un dolor que, hasta el día de hoy, por momentos la acosa. Yo, que veo mejor, parecía estar viendo un rostro conocido. A medida que se acercaba, el parecido era mayor. Sin dudas, era un reflejo de mi suegro, con bigotitos y todo, je.


Flor, como les digo, no estudió bien la fisonomía del segundo pariente a primera vista. Pero cuando fijó bien su mirada, dijo casi gritando: ¡Usted es igualito a mi padre!


Y el señor esbozó una sonrisa. Je, aquellos días en Croacia nos dieron la sensación de que el croata no es una persona muy, como decirlo, dada. No suelta la sonrisa, no es dicharachera. No lo sé, fue nuestra impresión.


Hablaron un ratito y les recomendaron que vayamos a Hvar, LA ciudad de la Isla, que allí encontraríamos a otro señor que era también muy parecido a él.


Luego el destino nos jugó una mala pasada y debimos volver súbitamente a Italia, por lo que la visita al otro pariente quedó en suspenso.


Siguiendo con este viaje genealógico, unos tres meses más tarde, estuvimos en el norte de Italia, muy cerca de la frontera con Suiza. Allí, a Otto le surgió un problema en una de sus orejas, motivo por el cual debimos someterlo a una cirugía. En los días de recuperación, pasamos muchas jornadas a orillas del Lago Comabbio. Fácilmente estuvimos una semana allí, mientras Otto se recuperaba.


Sabía que estábamos cerca de un aeropuerto porque veía muchos aviones a una altura relativamente baja. Me dije que probablemente sería el aeropuerto de Malpensa, el de mayor movimiento de Milán y, junto con Fiumicino, cercano a Roma, uno de los dos más transitados de Italia. Recordé que el pueblito del cual mis tatarabuelos habían venido a la Argentina estaba cerca de ese aeropuerto. Por curiosidad, me puse a ver en el mapa dónde estaba ese pueblo, y resultó que se hallaba a escasos 8 kilómetros de donde estábamos estacionados.


Sin mucho para hacer en esos días de la post operación, le dije a Flor que me iba a ir caminando hasta el pueblo. Que no quería andar con el motorhome hasta allá porque resultaba bastante tedioso y complicado. Así que fui y disfruté mucho de la caminata. Sabía que poco podría encontrar, dado que a esta aventura ya la había transitado mi hermano mayor, sin mayor suceso.


¿Parientes en el cementerio de Mornago?
¿Parientes en el cementerio de Mornago?

Fue así que llegué al pueblo, di una vueltita por el centro y terminé en el cementerio, en el cual sólo encontré una placa de una señora con mi mismo apellido. Luego sí estaba plagado de fallecidos con el apellido de mi tatarabuela, e incluso di con una señora que regaba las plantas frente a la lápida de un señor de apellido Taccioli, el mismo que de mi otro antepasado.


El señor al que le estaban cuidando la quintita había fallecido hacía más de 25 años, de acuerdo con los datos que aportaba la gélida placa de cemento. Me conmovió que la señora hubiera estado cuidando de él tantos años después de que se fue de este mundo. A la señora, previamente, me la había cruzado en el cementerio (éramos los únicos); nos habíamos saludado fríamente y nada más.


Cuestión que al verla con su ser querido, allí, habiendo éste el mismo apellido que mi tatarabuela, me dio la valentía de ir a decirle que yo era de Argentina, pero que mis antepasados, que fueron a mi país hace quichicientos años atrás, eran del mismo apellido del señor que yacía tres o cuatro metros bajo tierra. No sé qué le habrá pasado por la cabeza a esa señora, pero inmediatamente luego de mi confesión, me saludó sin siquiera mostrar el más mínimo interés en lo que le había contado, agarró la regadera, la dejó por allá, al fondo al lado de la canilla y se fue derechito al Fiat Panda Verde de finales de los 80.


¿Se habrá asustado? ¿Habrá pensado que venía a reclamar parte de su latifundio? No daba el aspecto de ser una persona en una situación económica sumamente ventajosa, dado el antiguo vehículo en el que se transportaba. Y bueno, una vez más me quedé con las ganas de saber un poco más sobre la geneología de mi familia. Y una vez más, como tantas otras, me sentí un navo por la torpe forma de acercamiento y discurso plasmado ante una completa desconocida. Capítulo mil.


Ya en Alemania, y volviendo al mes de agosto, completamos la trilogía del viaje genealógico. Esta última historia sin demasiado suceso, como era previsible. Otto, nuestro perro, es de raza. Sí, y lo compramos. Algo de lo que no nos sentimos orgullosos, más aún cuando vimos el calamitoso estado en el que se encontraba la mamá de aquellos cachorritos.

Fuimos hasta un pueblito perdido en la provincia de Santa Fe a buscar a nuestro cachorrito. Al llegar, vimos que era una simple casa de pueblo rural. En aquel momento, pensaba que las personas que vendían cachorros de raza tendrían algún tipo de lugar específico donde la madre y sus crías pudieran nacer, crecer bien y luego ser vendidos.


En este caso, la señora dueña de casa nos recibió y nos invitó a entrar. Apenas al pasar la puerta, a la derecha, sobre un cartón estaba la mamá, inmóvil. Y abalanzados sobre ella todos los cachorritos. ¿Por cuántas veces habrá pasado eso la mamá?, me pregunté una y tantas veces luego de aquel episodio.

Cuestión que, en aquel momento, más allá de esta penosa impresión, decidimos igualmente llevarnos a uno de los cachorritos. Flor quería uno regordete que estaba bien prendido a una de las mamas de su progenitora. Yo, en cambio, quería un flacucho que andaba perdido y no lograba encontrar su lugar para alimentarse entre la competencia de sus hermanitos.

¿Cuál creen que nos llevamos? El flacucho, informe, por supuesto. 


Lloró, lloró y lloró durante el viaje de regreso a casa. Siguió llorando toda la tarde. Ya no sabíamos cómo hacer para que dejara de llorar. Tenía apenas un mes y lo habíamos sacado del calor de su mamá y de sus hermanitos.

Terminamos durmiendo en el piso, yo con el cachorrito sobre mi pecho, único modo que encontramos para aliviar el dolor y el sufrimiento de su separación.


Volviendo a Alemania, nuestro objetivo era llegar a Berlín antes de que terminara el verano, por lo cual debíamos acelerar el paso tras los problemas de los últimos días de la Estela.

Una de las paradas previas a la llegada a la capital alemana fue Weimar. Nuestro perro es de raza Weimaraner. Aquí fue donde el duque Carlos Augusto, avezado cazador, seleccionó a la raza gris plata para la caza en sus bosques y fueron usados exclusivamente por la corte de Weimar.

No es como que la raza nació aquí ni nada por el estilo, pero simplemente el uso de estos perros aquí le dio su nombre a la raza, creo yo. Caminando por sus calles, Flor me dijo que le encantaría vivir en un lugar así.


Es que Weimar es muy bonita. Con unos parques extensos y con un verde pocas veces visto. Además, el colorido centro, lleno de barcitos y locales, tiene una onda bohemia que tampoco habíamos sentido en otro lugar del país. Eso sí, una visita a un lugar próximo a esta ciudad nos hizo cambiar un poco la perspectiva respecto a ella.


PD: no encontramos un solo ejemplar de weimaraner en la ciudad. Ni siquiera una estatua, un algo que articule a la ciudad con la raza.


Casitas de colores en Weimar
Centro de Weimar

¡Sigamos viajando!


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