Fueron muchas horas de viaje. Dos vuelos con una escala de siete horas, más un trayecto en un avión diminuto y un taxi que recorrió toda la isla.
No veíamos la hora de ir a la playa, pero llegamos al hotel y la habitación no estaba lista.
No importa, dijimos. La solución era fácil. Dejar los bolsos en la recepción, cambiarse e ir a la playa.
Ya cuando nos disponíamos a dejar todo para ir a refrescarnos, la recepcionista nos paró y nos pidió que esperemos. Qué tenía algo para darnos. ¿Guat? ¡Queríamos ir a la playa️!
Esperamos unos 5 minutos que parecieron eternos, y aparecieron con unos tragos🍹 tropicales de bienvenida, de esos que vienen con rodajas de fruta en el borde del vaso. En un santiamén tomamos nuestros respectivos vasos, como por cortesía, y nos fuimos a los baños del lobby a ponernos playeros. Ya los pantalones largos nos habían hecho sufrir bastante los 30 minutos que los llevábamos puestos. Queríamos ir a la playa! 🤪
Nos cambiamos en dos segundos y, por fin, nos fuimos a ya saben donde 🤭
Cruzamos la callecita, que es la que rodea a casi toda la isla, y en pocos segundos estábamos en la arena. No había prácticamente nadie.
En el horizonte veíamos otras islas, unas más chiquitas que otras y mirábamos para un lado, para otro, y sentíamos la soledad. Una soledad de esas placenteras.
Arena blanca y fina. Palmeras que se retorcían como si se escondieran del sol. Un agradable calorcito y un mar turquesa que terminaba con un horizonte azul y celeste.
Entramos al agua e increíblemente nos pareció más caliente que la propia temperatura ambiente 🤤
Así pasamos las últimas horas del día, metidos en el mar. Jugando, riendo, como dos chicos.
El sol empezaba a bajar, cambiando los tonos de verdes de la vegetación y los celestes y azules del mar. Fuimos las dos personas más felices de la tierra.
No tenemos pruebas, pero tampoco dudas...
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